La doctora Anabel González (www.anabelgonzalez.es) visitó
el Club Faro en Vigo para la
presentación de su libro “¿Por dónde se
sale?” (Editorial Planeta) pero en este artículo te hablo de un libro
anterior “Las cicatrices no duelen. Cómo sanar nuestras heridas y deshacer los
nudos emocionales” (Editorial Planeta)
Anabel González es psiquiatra y
psicoterapeuta y desde hace años imparte formación a otros especialistas y es
entrenadora acreditada de terapia EMDR (en español, Desensibilización y
Reprocesamiento por medio de Movimientos Oculares). Su anterior libro, Lo bueno de tener un mal día del que escribí un artículo anterior (https://paulino-iglesias.blogspot.com/2024/10/lo-bueno-de-tener-un-mal-dia.html ) ha sido
traducido a varias lenguas.
“Es duro sufrir un problema
psicológico, obsesionarse con algo y no saber salir, sentir que te hundes sin
poder remontar, vivir con angustia sin encontrar cómo calmarte. Con este libro,
quiero mostrar cómo se pueden romper los
nudos emocionales que nos atan al pasado, cómo curar las heridas que nos impiden decidir con libertad y pasar a
sentirnos orgullosos de las viejas
cicatrices que forman parte de quiénes somos. En definitiva, la razón de
mirar atrás es realmente cambiar el
presente y disfrutar de verdad de lo que somos ahora”.
González, A. (2021): “Las
cicatrices no duelen. Cómo sanar nuestras heridas y deshacer los nudos
emocionales”. (pp. 11 y 12).
Planeta.
Del libro
de Anabel te extraigo solamente dos historias o casos clínicos muy emocionantes,
en el primero puedes ver en qué consiste la terapia EMDR y en el segundo, la
psiquiatra confirma que las terapias orientadas al trauma pueden ayudar a las
personas con cuadros psicóticos, esquizofrénicas o trastornos bipolares.
¿En qué consiste la terapia EMDR (en
español, Desensibilización y Reprocesamiento por medio de Movimientos Oculares)?
En esta primera historia, que nos
cuenta Anabel, creo que se puede ver la
esencia de esta terapia; que luego también desarrolla en otras historias, con
resultados muy interesantes:
“Contaré muchas historias en este libro que,
si bien se inspiran en las personas a las que he tratado, están modificadas en
muchos aspectos para preservar su privacidad. Una de ellas es la de Ramón, un hombre de cuarenta y seis
años que trabajaba en una fábrica química. Mientras conducía por la autopista,
sintió un súbito impulso de estrellar el coche. Estaba asustado, no entendía lo
que había pasado, él no había tenido previamente ninguna intención de quitarse
la vida. Dos años antes, Ramón había acudido con síntomas de depresión a la
unidad de salud mental en la que yo trabajaba. No lo relacionó con ninguna
experiencia concreta, así que le dieron medicación antidepresiva y mejoró en
unos meses. Llevaba ya más de un año sin tomar ningún tratamiento y todo parecía
ir bien…hasta ese día.
Cuando me contaba el impulso que
sintió en el coche, le pedí a Ramón que se fijase en la sensación que sentía el
cuerpo. Notaba una especie de angustia en la zona del estómago. Le sugerí
entonces que, centrándose en esa sensación, dejara ir su mente hacia atrás en
el tiempo hasta la primera vez en que notó algo similar, aunque la situación
fuese totalmente distinta. Tras un minuto, abrió los ojos sorprendido y me
contó una historia que inicialmente no había conectado con el incidente del
coche ni con su pasada depresión.
Bastante tiempo atrás, hubo un
accidente en la fábrica donde trabajaba. Un compañero suyo cayó en un bidón de
residuos tóxicos y él, instintivamente, trató de ayudarlo. Estaba claro que
nadie que se sumergiera en aquella sustancia sobreviviría, pero Ramón metió la
mano, localizó el cuerpo de su compañero y, al tirar con fuerza, notó que algo
crujía. Mientras sacaban al compañero muerto, él no dejaba de pensar que le
había roto el cuello. Aunque entendía que no había sido responsable, aquel
recuerdo aún le producía mucha angustia. Contra toda lógica, Ramón se sentía
culpable.
[…]
…, el accidente de su amigo parecía un
hecho tan claramente traumático que le propuse a Ramón recurrir a la terapia
EMDR. Así que, sin hablar demasiado sobre la situación, nos pusimos manos a la
obra. Le pedí que se centrara en el peor momento (el chasquido que notó al
tirar hacia arriba del cuerpo de su compañero), en su creencia “soy culpable”,
en la emoción de impotencia que aún le producía y en aquella sensación que
sentía en el estómago. Le indiqué que, notando eso, siguiese mis dedos —que
dibujaban una línea horizontal de lado a lado— con los ojos, sin mover la
cabeza.
Entonces ocurrió otra cosa
sorprendente. Primero, de un modo muy rápido, entre tanda y tanda de
movimientos oculares, Ramón empezó a describirme cambios en el recuerdo de
aquella experiencia, iba observando cómo la imagen perdía fuerza. La sensación
de su estómago comenzó a aflojarse; luego, se desplazó; y, finalmente desapareció.
Pero lo más curioso fue la conclusión a la que llegó: “Esto que me estás
haciendo… influye en el cerebro, ¿verdad?”. De algún modo, aquel hombre, que no
sabía nada sobre psicología ni sobre la terapia que estábamos llevando a cabo,
al que yo no había tratado de convencer de nada, me estaba describiendo lo
mismo que me habían explicado en la formación sobre el EMDR: el movimiento ocular produce un efecto directo sobre el sistema
nervioso y sobre la memorias no procesadas. Al acabar la sesión, Ramón ya
no sentía malestar alguno ante aquel recuerdo que lo había atormentado y que
ahora se había alejado para siempre. La culpa se había ido sin más, sin que
tuviésemos que hablar de ello ni analizar nada. Vi a Ramón cierto tiempo
después: aquel impulso no volvió a presentarse y él no necesitó, como la vez
anterior, tomar ninguna medicación.
Este resultado despertó mi curiosidad
y me hizo seguir probando el mismo sistema en otras personas. No en todas se
produjo un cambio tan llamativo, y menos en una sola sesión, pero los efectos
positivos me animaron a continuar profundizando. Muchos pacientes con los que
llevaba tiempo trabajando entendían qué
debían cambiar para mejorar, pero aún así no conseguían avanzar más. Al
trabajar con el EMDR, sin embargo, parecían desbloquearse definitivamente. Es como si este procedimiento
trabajase a otro nivel, a mayor profundidad, en la base del problema. En esta
forma de entender el funcionamiento de la mente humana se enlazaban el presente y el pasado, los pensamientos, las emociones y
el cuerpo, de un modo que para mí tenía mucho sentido”.
González, A. (2021): “Las
cicatrices no duelen. Cómo sanar nuestras heridas y deshacer los nudos
emocionales”. (pp. 14-16).
Planeta.
¿Y qué sucede cuando la mente se
rompe?
En esta segunda historia conmovedora y
tierna, Anabel prueba a utilizar la terapia EMDR con personas con trastorno
mental grave:
“Agustina era una mujer mayor que,
desde hacía unos años, venía a mi consulta en la unidad de salud mental en la
que trabajaba entonces. Tenía síntomas claros de esquizofrenia. Sentía
continuamente que la gente le enviaba mensajes que la advertían de que no podía
hacer lo que le gustaba o, de lo contrario, aquellos a los que quería sufrirían consecuencias.
Apenas se relacionaba más que con su hijo y su perro, pero la aterrorizaba que
pudiera pasarles algo. En realidad, Agustina llevaba sintiendo estas
sensaciones desde hacía muchos años, pero, mientras fueron únicamente referidos
a ella, decidió aguantar y no comentarlo con nadie.
Cuando me formaba como residente de
psiquiatría, mis tutores se esforzaron en explicarme que los pacientes como
Agustina eran muy delicados y que debíamos tener cuidado con las intervenciones
que hacíamos. Eran personas con un nivel de sufrimiento muy grande, que
generalmente sentían que todo a su alrededor era hostil, y en su cabeza se
mezclaban las ideas sin que pudiesen discriminar si tenían o no verosimilitud.
Por ello, los profesionales teníamos que evitar a toda costa confundirlos más,
necesitábamos ayudarlos a ver la realidad y cómo su mente la distorsionaba, y
teníamos que centrarnos en buscar una medicación que ayudase a su cerebro a
conectar únicamente aquello que realmente estaba relacionado. Solo los
fármacos, me decían, han demostrado su efecto. Hacer terapias, sobre todo si
iban encaminadas a buscar en la historia del paciente, era equivalente a
“revolver” un cerebro ya de por sí muy desorganizado, y podría ser
contraproducente. Con esta idea hemos funcionado muchas generaciones de
psiquiatras.
Agustina iba a enseñarme una lección
muy importante: estábamos equivocados. Por ello, no puedo terminar este libro
sin hacer honor a quien fue una de mis maestras. Más tarde, la investigación ha
confirmado que las terapias orientadas
al trauma pueden ayudar a las personas con cuadros psicóticos, y que estas
no se descompensan porque las ayudemos con este tipo de herramientas.
Con Agustina probamos todo tipo de
fármacos que funcionaban en muchos pacientes. Sin embargo, nada parecía ayudar
a esta mujer. Es más, su estado se deterioraba a pasos agigantados, cada vez la
veía más desmejorada, incluso físicamente, porque adelgazaba día tras día, y
estaba planteándome la necesidad de ingresarla. Antes de hacer esto, hablé con
ella sobre la posibilidad de trabajar con EMDR. Estuvo de acuerdo, así que nos
pusimos a ello.
Trabajamos en concreto la etapa
anterior a que empezaran sus síntomas, mucho tiempo atrás, cuando su hijo aún era
pequeño. Agustina vivía entonces con sus padres y el niño, y, en sus propias
palabras, “se sentía muy sola”. Esto nos da una idea de cómo podría ser la
relación con sus padres. Pero realmente las claves aparecieron cuando empezamos
a procesar ese recuerdo. Poco a poco, empezó a asociar aquel momento con una
madre muy fría que frecuentemente se dirigía a ella con insultos. Para salir de
aquel ambiente, Agustina se casó con el padre de su hijo, que la maltrató
durante años. Como ella nunca había sido importante para nadie, no consideró
tampoco que su sufrimiento importara. Cuando nació su hijo, pudo reaccionar y
volver a casa de sus padres. Sin embargo, esto reactivó las difíciles vivencias
de su infancia. Y aparecieron sus síntomas. Su mente le decía, sintiéndolo ella
como una comunicación telepática de cuantos la rodeaban, que no tenía derecho a
disfrutar, que no tenía derecho a vivir, que no tenía derecho a nada.
En medio de estos fragmentos de su
historia que se desvelaban entre tanda y tanda de movimientos oculares,
Agustina me regaló muchas reflexiones sobre el proceso que estábamos haciendo
juntas: “Me estoy sintiendo un poco persona… Me siento un poco persona. Siempre
me había sentido como un animal, siempre…”, “Nunca me valoré, nunca”. “¿Esto
que me están haciendo es una revolución, verdad, en la terapia?”, “¡Cómo me
gustaría que esto se lo hicieran a mi hijo, él también tiene muchos problemas!”
El declive mental y físico de Agustina
empezó a remontar de un modo claro después de esta sesión. Seguimos trabajando
en más recuerdos y, con mucha menos medicación, su cuadro se estabilizó. Aunque le costaba mucho relacionarse
—llevaba toda la vida funcionando desde un patrón de aislamiento—, pudo ser más
afectiva con su hijo y salir un poco de su encierro. Agustina me enseñó que no
solo se puede trabajar con pacientes que sufren este tipo de problemas, sino
que debemos hacerlo. De lo contrario, dejamos que personas con problemas
mentales graves mantengan grandes dosis de sufrimiento que podría ser aliviado,
dejamos que arrastren pesadas mochilas llenas de piedras que apenas pueden
levantar”.
González, A. (2021): “Las
cicatrices no duelen. Cómo sanar nuestras heridas y deshacer los nudos
emocionales”. (pp. 217-221).
Planeta.
Y finalizo este artículo con el párrafo
de la solapa interior de la contraportada:
“No importa lo mucho que todavía sigan
doliendo las heridas: si las destapamos, quitamos lo que las contamina y
dejamos que el organismo vuelva a poner en marcha su capacidad para curarse, se
convertirán en cicatrices. Y las cicatrices no duelen”.
Un saludo muy afectuoso.
Paulino
(Fuente: https://www.youtube.com/watch?v=dnd2UYXzNfs)
Vídeo de una charla de Anabel en “Aprendemos Juntos 2030” de BBVA: